jueves, 6 de marzo de 2008

LLUVIA DE VERANO


Un aborto. Gloria nunca había pensado que podía ocurrirle a ella, justo a ella. Se lo había hecho un viejo degenerado con parkinson que atendía clandestinamente en un pequeñísimo departamento de Barracas lleno de cucarachas, una agobiante tarde de febrero de 1974. Luego de pasar algunas horas recostada sobre un catre cuyo escuálido colchón lucía vetustas manchas de fluidos corporales ajenos, salió a la calle y tomó un taxi. La sangre chorreaba por sus piernas y ensuciaba el tapizado, pero el taxista estaba demasiado ocupado mirando los culos que pasaban por la avenida y no fue sino hasta después de que la joven se bajara del auto que se dio cuenta, cuando se percató del reguero de sangre que su pasajera iba dejando sobre la vereda del edificio donde vivía. El viejo ascensor tardó en llegar. Una vez en su departamento, el 5to A, Gloría se dejó caer cuidadosamente sobre la cama de dos plazas que no compartía con nadie.

Estaba todo el día sola y el calor en la ciudad era infernal. Era un edificio viejo y el sistema de ventilación no enfriaba lo suficiente. Las horas pasaron. Ya había oscurecido y la pérdida de sangre había menguado, pero la angustia aumentaba. Los ruidos del tráfico se colaban por la ventana de la habitación, cuya iluminación era de un tono amarillento. Apagó la luz pero no pudo dormir. No solía dormir boca arriba, pero boca abajo hubiese sido riesgoso. En la oscuridad, mantuvo los ojos abiertos y contempló las sombras de la noche proyectándose sobre la pared. Las sábanas estaban transpiradas y un poco ensangrentadas, y por un momento pudo dormir y soñó que tenía cinco brazos.

Se despertó sobresaltada a las 5:15. Tenía la garganta seca. Con mucho cuidado, se incorporó y caminó como pudo hacia el living. Sobre la pared había un gran espejo de cuerpo entero. Se contempló a sí misma durante varios minutos, y todo lo que pudo ver fue su sombra en medio de la oscuridad y el camisón manchado con sangre, un pedazo de esa nada negra traspasando su cuerpo. De repente, un enorme relámpago dividió el cielo en dos, iluminando la noche en la ciudad solitaria y lejana, y el plácido sonido del trueno desató la lluvia. Era un diluvio de verano. Gloria tomó el ascensor, luego subió a pie las escaleras del último piso. Fue a la terraza y miró al cielo, dejando que el agua cayera sobre su cara y acariciara sus párpados. Luego miró hacia atrás y vio un sapo. Lo tomó entre sus manos y lo acarició, y recordó las lluvias de su infancia y los sapos del jardín, y el olor de la merienda y las miradas de los extraños en la calle en los días grises.

Miró su vientre y volvió a ver aquellas manos más grandes que las suyas tomándola por la cintura, y el aliento rancio a vino tinto y la transpiración y la ausencia de palabras en una amenaza implícita. Se sintió mareada y vomitó. La lluvia se llevó el vómito y lo arrastró hasta hacerlo desaparecer. Miró a su alrededor, las luces de la ciudad estaban lejos, a su alrededor no había más que ventanas oscuras. Probablemente la estuvieran mirando desde alguna de esas ventanas, pero era imposible tener la certeza. Nadie enciende la luz para espiar de noche.